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Cómo acoger el Reino de los cielos…

26 de julio 2020; Dgo. XVII del Tiempo Ordinario, c.A.

Jesús dijo: “El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y a causa de la alegría que siente, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un mercader que se dedicaba a buscar perlas finas, y al encontrar una de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra. ¿Comprendieron todo esto?” – “Sí”, le respondieron- Entonces agregó: “Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo. (Mt 13, 44-52)
Con las parábolas del tesoro escondido, del mercader de perlas finas y de la red, a las que se añade la comparación final de este pasaje, concluye el discurso de las Parábolas del Reino que ocupa prácticamente todo el capítulo 13 del Evangelio de Mateo.
Si en las primeras parábolas del capítulo, el tema estaba más bien centrado tanto en la esperanza del Señor en la Palabra que engendra el Reino de los Cielos en medio de las dificultades de un mundo que se resiste, que le presenta velada o franca oposición, y que se manifiesta en germen en y por medio de una Iglesia santa, aunque admite en su seno la presencia del pecado; Palabra, que es la fuente y el motor del misterioso crecimiento, de la infiltración y diseminación del proyecto de la historia de Dios en la historia de la humanidad; en estas últimas tres parábolas, la atención se vuelca más bien hacia las actitudes que han de tener aquellos a quienes el Reino de los Cielos se les ha manifestado.
La parábola del tesoro oculto en el campo y la del mercader de perlas finas, son variantes en la formulación de una misma actitud: cuando se hace presente el Reino de los Cielos anunciado, pide radicalidad en la respuesta de aquél, a quien se le manifiesta: el Reino de los Cielos busca hombres que estén dispuestos a jugarse todo por el todo, que lo acojan sin reserva, sin contemporizaciones; el Reino de los Cielos pide audacia de parte de quienes son invitados a formar parte de él; vuelven a resonar en estas parábolas los mismos acentos puestos por Jesús en las llamadas al seguimiento, al discipulado (cf. Mt 4, 18-22; 8,18-22; 9, 9): no es digno del Reino de los Cielos aquel que adopta una actitud temerosa frente a su invitación, el que vacila, el que toma resguardos y precauciones; la alegría inmensa que provoca su presencia, ha de ser causa de que se haga todo lo que esté al alcance para hacerse discípulo y ciudadano de este Reino.
La última comparación parece ser una invitación; el Reino de los Cielos no ha sido anunciado en despoblado en medio nuestro, lo acogemos en nuestras vidas desde nuestra cultura, desde nuestra historia, pero irrumpe entre nosotros para que esa vida y esa historia sean revisadas a su luz, como el escriba, que habiendo aprendido un saber acerca de Dios, habiendo adquirido no poca experticia en cuestiones de religión, ha de reconsiderar todo lo aprendido para evaluar qué es lo que sirve, qué es lo esencial, qué lo accesorio, como cuando después de una larga temporada de invierno, sacamos del armario la ropa ligera, la vieja y la nueva, para discernir con qué nos quedamos y qué debemos de tirar, qué de lo que se ha convertido en nuestras prendas habituales sirve todavía para poder acoger renovados la alegre primavera, promesa esperanzada de la plenitud del sol del verano, así ha de sorprendernos y sacudirnos la novedad del anuncio del Reino, plenitud de la Voluntad y de la Acción recreadora de Dios en la humanidad que Él ha querido desde siempre junto a sí.

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