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Todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las Maravillas de Dios…

31 de mayo 2020; Dgo. de Pentecostés, c.A

 

“¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y en Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios. (Hch 2, 1-11)

Siete semanas después de la Pascua, el día cincuenta, el Pueblo de Israel celebraba Pentecostés, la Fiesta de las Semanas o Ha Shavuoth, antigua fiesta de las primicias de las cosechas, en la que se le ofrecía a Dios los granos nuevos, el fruto temprano de los trabajos agrícolas, fiesta luego transformada con el correr de la tradición, y por su cercanía con la Pascua, en fiesta de conmemoración de la Alianza hecha en el monte Sinaí entre el Pueblo y Yahveh, su Dios, Alianza sellada con la entrega de la Torah, la Ley. 

Esta es la fecha en la que el libro de los Hechos de los Apóstoles sitúa el acontecimiento que va a señalar el punto de partida del ministerio de la Iglesia, acontecimiento que es al mismo tiempo Primicia, confirmación de la Alianza definitiva e indisoluble entre el Dios y los hombres, entre Cristo y su Iglesia, y Misión que habrá de diseminar la Iglesia por todos los rincones de la humanidad dispersa. Primicia, porque acontece en el inicio de la Iglesia temprana, fruto primero de la Resurrección; Alianza definitiva que revela el sentido de la Antigua Alianza como su prefiguración y preparación, para la Misión de anunciar al mundo entero que los tiempos ya están maduros y el Señor ha decidido salir al encuentro de la humanidad entera.

El misterio que se nos revela en Pentecostés, es el de la libertad de la iniciativa de esta presencia misteriosa de Dios, su Espíritu Santo, que inundará para siempre la vida de la Iglesia: Iniciativa del Señor que asiste a su nuevo pueblo, a la Iglesia y la quiere Una y Diversa: el Espíritu desciende sobre todos, sobre toda la Iglesia, pero según el querer de la gracia para cada uno, y en la medida de la vocación y misión a la que cada cual está llamado. 

Cada uno los oía hablar en su propia lengua: No será necesaria una sola lengua común para poder proclamar la buena noticia del Señor, no se habrá de anunciar de un solo modo que Dios quiere hacer una Alianza sin exclusiones, no será necesario un ejercicio de uniformidad para que la unidad querida por el Padre tenga lugar con el concurso de toda la humanidad. La Iglesia recibe en Pentecostés la vocación de ser Una y Múltiple: un solo corazón, una sola alma, como dirá más adelante el mismo texto de los Hechos para hablar de la primera comunidad, pero que ha recibido del Espíritu el don de poder expresar esa unidad salvando todos los matices, todas las inflexiones que enriquecen la experiencia humana, la vida de los pueblos expresada en sus voces.

Con Pentecostés, la historia de este Dios en camino, en nuestra búsqueda, manifiesta cuánto ama también Él esta diversidad en la que florece pródiga la experiencia de los hombres y mujeres en el mundo, al punto de no querer forzar un solo modo de transmitirnos su amor, al punto de no querer restaurar una utópica lengua adámica, sino salir Él mismo -su Espíritu- abriendo los labios de los Apóstoles, para que puedan modular su Buena Noticia en todos los timbres de la voz humana, para que todos podamos decir, junto a esos hombres asombrados ante la puerta de la primera Iglesia: todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.

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