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Discípulos enviados a buscar Discípulos…

24 de mayo 2020; Dgo. 7mo de Pascua, c.A.

“Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. (Mt 28, 16-20)

Con el relato de la Ascensión del Señor se cierra el Evangelio según San Mateo, haciendo el anuncio del nuevo tiempo, el tiempo de la Iglesia. Se completa así un ciclo para abrir uno nuevo: se completa el de presencia visible de Jesús; comienza ahora el ciclo de la presencia velada: de la presencia a través de la Palabra escuchada, cuidada y transmitida por la comunidad, de su presencia en los gestos y signos de la Iglesia, en los Sacramentos, comienza el tiempo de reconocer al Señor vivo en la fracción del Pan, presente en la asamblea que se reúne en su nombre, presente en sus ministros; vivo y desafiante en medio de los pobres. 

Es éste el inicio del tiempo de la nueva comunidad de peregrinos, peregrinos que no han quedado huérfanos, ni caminan solos; a partir de la Ascensión del Señor será el Espíritu Santo el que permita a la Iglesia reconocer el cumplimiento de las palabras del Señor en cada uno de los pasos que emprenda para llevar el nombre de Jesús a todos los confines de la tierra. Será Él quien mantenga vivo el deseo de la unidad, y quien nos recuerde continuamente que ése es el querer del Padre y la tarea pendiente para la Iglesia: la misión de anunciar por todo el mundo y transmitir la misericordia de Dios que ha recibido y reconocido en Jesucristo, y la vocación de hacer de todos los pueblos uno solo que alabe al Señor, interceda por el mundo ante Él, y trabaje por hacer Su Voluntad.

Habrá de ser el Espíritu Santo quien a lo largo de la historia tenga la tarea de recordarle continuamente a la Iglesia de que su misión es la ser de una comunidad de discípulos, que sin dejar de serlos, han de salir a convocar y animar a nuevos discípulos; una comunidad que no ha sido llamada para ser un fin en sí misma, para enseñar desde sí misma, para hacer del mundo entero su corte, para ponerse a sí misma como modelo y como meta, sino para conducir a la humanidad tras las huellas de Cristo, para enseñarle el camino que ha sido trazado por los pasos del Señor; una Iglesia más paciente y acogedora, más compasiva y comprensiva de los procesos humanos, de nuestros adelantos y retrocesos, una comunidad capaz de mostrar sin prepotencia ni autocomplacencia -pero asertivamente, con claridad y valentía- la senda -entera: en la vida social y personal, en el ámbito de la justicia y de la moral, en el terreno de la política y de la economía como también en el de los afectos- la senda que ha quedado trazada por los gestos y palabras de Jesús; una Iglesia que se sabe conducida y conduce de la mano del único Maestro hacia la casa del Padre; una Iglesia que tiene que continuar aprendiendo siempre a sentirse y saberse más discípula y pedagoga que maestra.

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