17 de mayo 2020; Dgo. 6to de Pascua, c. A
Durante la última cena, Jesús dijo a sus discípulos: “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y Él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Aquel día comprenderán que yo estoy en mi Padre, y que ustedes están en mí y yo en ustedes. El que recibe mis mandamientos y los cumple, ése es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él. (Jn 14,15-21)
Paráclito es una palabra griega de amplia traducción, sustantivo verbal del verbo para-kaleo; literalmente podría traducirse como el que habla en lugar de, o a favor de alguien, o bien, el que sale a dar la cara por uno, o nos consuela con su cercanía; la figura que lo podría representar es la de alguien, que poniéndose al lado nuestro, nos cobija con su abrazo, y alza la voz en nuestra defensa; de aquí las traducciones posibles: Abogado, Defensor, Consolador, Contenedor, etc. La esperanza puesta en alguien que se empeñe en esta tarea, va más allá de este texto del Nuevo Testamento, hunde profundamente sus raíces en el Antiguo.
En el pueblo de Israel desde el tiempo de los profetas comienza a aparecer una misteriosa figura que ilumina el esperar del pueblo y especialmente el esperar de los pobres, se trata del Go-él. En su origen, el Go-él designaba a aquel pariente poderoso, que sale a la defensa del honor de la familia, aquel que puede vengar las afrentas hecha a los más débiles de la tribu familiar, afrentas que, golpeando al más débil, deshonraban a la tribu entera; la pregunta que surge en esa época es: ¿Y para los pobres, para los desheredados, para los huérfanos, para las viudas, para los despreciados, para el exiliado en tierra extraña, quién será el Go-él?, ¿Quién sale a su defensa? ¿Quién los protege y venga sus humillaciones? ¿Quién restaña sus heridas? ¿Quién los consuela? El Go-él comienza a ser así una figura para el anuncio del Mesías, del Redentor: los pobres no tienen en la economía del mundo quien los defienda, Dios mismo entonces es y habrá de ser su Go-él; “El auxilio me viene del Señor”, cantará el salmo 120; “Sé que Mi Defensor vive, y que Él al final triunfará”, gritará Job en medio de la angustia extrema (Jb 19, 25).
La promesa del otro Paráclito, en Juan, se hará eco de esta tradición: hemos visto ya el cumplimiento de la promesa en Jesús, Él es el primero, el Redentor, el primer y principal intercesor de la humanidad ante el Padre; y esta acción redentora, ha de seguir poniéndose de manifiesto en el misterio de su presencia en la Iglesia; el Espíritu Santo, será así el Otro, el que nos abra los ojos para seguir contemplando a Cristo en el misterio, el que nos abra el corazón para seguir sintiendo su presencia viva en nosotros; el que nos manifieste con fidelidad, porque es el Espíritu de la Verdad.
Y la Verdad, que nos viene a revelar, capacitándonos para acogerla y comprenderla, es que Cristo no se cansa de ser fiel a la Iglesia; que es Él mismo, por medio del Espíritu, el que nos abre los labios y nos pone las palabras precisas en la boca para proclamar la obra de Dios en medio nuestro, para dar razón de nuestra esperanza a quien nos la pida (1Pe 3,16), para anunciar la buena noticia de la salvación a todos los pueblos; y nos da la inteligencia que precisamos para comprender que las exigencias de seguimiento que nos propone Jesús, sus mandamientos, no son una carga adicional, una suerte de impuesto agregado a su llamada de amor, sino, la expresión y el camino que conduce y que nos sumerge en ese amor que anima la vida misma Dios, que nos hace entrever, anhelar y finalmente participar del misterio de la Trinidad.
Cristo no ha dejado huérfana a la Iglesia, su presencia permanece viva entre nosotros, y es el Espíritu Santo el que nos permite entrar en comunión con esa presencia, reconocerla en los sacramentos, reconocerlo en la fracción del pan, descubrirlo en medio de los que sufren, para seguir anunciando al mundo la esperanza.