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Verdaderamente, Éste era el Hijo de Dios…

05 de abril, 2020; Dgo. de Ramos en la Pasión del Señor c. A.

Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, las tinieblas cubrieron toda la región. Hacia las tres de la tarde, Jesús exclamó en alta voz: 

 

“Elí, Elí, lemá sabactaní”. Que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. 

 

Algunos de los que se encontraban allí, al oírlo, dijeron: “Está llamando a Elías”. En seguida, uno de ellos corrió a tomar una esponja, la empapó en vinagre y, poniéndola en la punta de una caña, le dio de beber. Pero los otros le decían: “Espera, veamos si Elías viene a salvarlo”. 

 

Entonces Jesús, clamando otra vez con voz potente, entregó su espíritu. Inmediatamente, el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba a abajo, la tierra tembló, las rocas se partieron y las tumbas se abrieron. Muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron y, saliendo de las tumbas después que Jesús resucitó, entraron en la Ciudad santa y se aparecieron a mucha gente. 

 

El centurión y los hombres que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y todo lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron: “¡Verdaderamente, éste era Hijo de Dios!”. 

(Mt 27, 45-54)

 

Para tener en cuenta… 

 

Los relatos de la pasión del Señor fueron las primeras secciones que se escribieron de los Evangelios; el recuerdo de las últimas horas de Jesús con sus Discípulos, de sus últimas palabras, de la mansedumbre con la que carga sobre sí el peso de la sentencia de la incomprensión, de la intolerancia de quienes conducen al mismo pueblo, que lo ha aclamado con efímero entusiasmo en su última entrada a Jerusalén, estos recuerdos marcaron a las comunidades que, desde la experiencia de la Resurrección y transmitiendo con gozo el kerygma -el anuncio del Resucitado-, se vieron en la necesidad de encontrar sentido a lo que habían vivido y estaban viviendo, sentido para este tiempo nuevo, que comenzó cuando fueron testigos de cómo Dios desde su eternidad ha decidido hacerse parte de la historia de los hombres, y cómo en la muerte y Resurrección del Señor, el continuo del tiempo de la humanidad había quedado definitivamente transformado -de una vez y para siempre, como dirá San Pablo- por la irrupción de la Eternidad.

 

Es precisamente esta irrupción la que va ser señalada por este pasaje con los recursos que el Evangelista posee para señalar la situación inédita y definitiva que ha acontecido; con la descripción de las consecuencias cósmicas y escatológicas de la muerte de Jesús, incluso cuando todavía no es el momento de incorporar el relato de la Resurrección del Señor. 

 

El marco del relato de la intervención salvadora de Dios, va a destacar la profunda fragilidad de la humanidad que viene a rescatar; el Velo del Templo, desgarrado en su totalidad en el momento culmen, cuando Jesús expira en la cruz, se ha comenzado a desgarrar cuando va revelando poco a poco la  mezquina fragilidad humana, que se va perfilando en la descripción de la gradual inconsistencia de los discípulos, el abandono al Señor a su suerte, durante el proceso de la Pasión y la ciega tozudez de las autoridades más preocupadas de mantener incólumes sus cuotas de poder, antes que hacer justicia.

 

La inconsistencia de los Discípulos, y el abandono del Señor a su suerte: desenmascarados en el anuncio profético del tropiezo en la fidelidad y la dispersión por temor ante la amenaza; la temeraria declaración de los mismos, el incontenible sueño de los Discípulos, en el momento en que Jesús enfrenta la vigilia del doloroso discernimiento de la noche de Getsemaní y la vergonzosa negación de Pedro, en la noche de la Pasión; en la traición de Judas y su tardío arrepentimiento al tomar conciencia de las consecuencias de su acto; el recurso a la violencia como modo de respuesta de los Discípulos en el huerto, para defender al Maestro, al mismo que no duda en reiterar con entereza su invitación a la mansedumbre y a la paz como el modo de anunciar el Reino, incluso en medio de la más brutal desolación.  (cf Mt 26, 14-56). 

 

La implacable tozudez de las autoridades, denunciada en los intentos desesperados del Sanedrín, para lograr el juicio sumario de Jesús, de modo de restaurar cuanto antes la fisura que el Señor ha ido generando en el ejercicio de su poder delante del pueblo; acompañada por la misma veleidad de este pueblo que luego de haberlo aclamado en su entrada a Jerusalén, ahora se deja llevar pasivamente por la insistencia de los instigadores para exigir su muerte. La pusilánime ceguera de Pilatos y su lavado de manos ante la sangre derramada del que, en su fuero interno, considera, no obstante, inocente. 

 

Los últimos momentos del crucificado son narrados al fin con crudeza: Jesús está viviendo el momento de la desolación suprema, desolación que no es solo la suya, la personal, sino que se hace más honda, en la medida en que asume sobre sí la desolación de la humanidad entera, en el desgarrado clamor que Mateo pone en labios de Jesús, tomándolo del salmo 21, que en este momento, para el Evangelista, adquiere su inteligencia en toda su radicalidad profética. 

 

La siguiente intervención  de Jesús no llega a transformarse en palabra: es simplemente el grito de la entrega final, de la consumación de la Encarnación en la hondura de la condición humana caída, en su más triste sino, en el de la muerte, que corta toda comunicación, todo entendimiento: allí donde la palabra se transforma en alarido, elocuente en su no poder decir nada más: ni una sílaba de consuelo, ni la más remota expresión de esperanza, ni siquiera la oportuna reprensión como respuesta a las burlas que se ciernen en torno suyo: Jesús muere como muere el último de los hombres, en la soledad del patíbulo, ante el mudo estupor del cielo y la tierra.

 

Sin embargo, lo más sorprendente de la relación de los acontecimientos de la Pasión según San Mateo, se encuentra entre los vv 51 al 53; en esos versículos se narran las consecuencias que resultan para el Evangelista  de la muerte del Señor, en este momento el relato, con la mención del Velo del Templo rasgado, que rasga a su vez el continuo del tiempo y nos revela el sentido último de lo que acaba de acontecer y el final de la historia.

 

El Velo, al que alude el Evangelista, era el telón, que en la parte más secreta del Templo de Jerusalén, en el Sanctasanctorum, el Santo de los Santos, ocultaba el lugar de la presencia de Dios, este velo permanecía permanentemente extendido delante del lugar sagrado, y consistía, según la descripción que de él se hace en el Antiguo Testamento, más bien de un resistente tapiz, que no solo ponía a cubierto de las miradas de los fieles el sitio exacto, en que el pueblo de Israel sostenía que moraba la Presencia del Dios, que los venía acompañando desde los tiempos del Éxodo; sino que además mantenía separado ese lugar consagrado -único en la tierra- del resto de los espacios en los que habitamos los hombres; el Velo del Templo solo se descorría una vez al año para permitir la entrada –en secreto, sin testigos y desnudo- al Sumo Sacerdote, que accedía allí para hacer un solemne rito de expiación por los pecados del pueblo. 

 

Que el Velo se rasgue en dos por el medio, de arriba abajo, sin intervención de mano humana, va a tener múltiples significados para el Evangelista: 

 

Que el tiempo de la Antigua Alianza acaba de terminar: la muerte del Señor viene a inaugurar un tiempo nuevo y definitivo, por mucho que se intentare reparar el Velo del Templo, su tiempo y función ha concluido, no hay vuelta atrás. 

 

Que la separación entre Dios y los hombres también ha cesado: Dios ha entrado de una modo radical en al humanidad; el verdadero significado del Emmanu-Él, del Dios-con-nosotros, se revela como lo que verdaderamente es, ha dejado de ser una expresión simbólica, cuyo símbolo visible era el Sanctasanctorum; el Dios con nosotros, no está allí donde el Velo, velándolo, lo develaba al pueblo, sino muriendo en la cruz.

 

Que su carne desgarrada por los azotes y llevada al extremo, hasta la muerte, en el suplicio de la cruz, es el verdadero Velo, el que ahora revela la hondura de plan de la salvación de manera más elocuente que las mismas enseñanzas y los milagros del propio Jesús; hondura salvífica que nos habla de inclusión: será un centurión romano el primero en proclamar, a los pies de la cruz, la identidad de éste que acaba de expirar, será uno acusado de sedición: Barrabás, el primero de los salvados por el sacrificio de Jesús, será un rico fariseo, miembro del mismo Sanedrín, que condena a Jesús, el que se sienta tocado y conmovido por la muerte del justo y ofrezca su tumba para albergar piadosamente el cadáver, será el precio de la sangre de Jesús, pagado por la vergonzosa traición de Judas, el que servirá para pagar el Campo del Alfarero, en donde se podrá dar sepultura a los extranjeros; incluso allí en donde parece triunfar la iniquidad, es donde logra imponerse el plan del Señor que alcanza a la humanidad entera, sin importar origen ni condición.

 

Que la historia y el propio cosmos, el inmutable orden de las cosas, han quedado asimismo trastornados; la historia no será ya lo mismo después de la crucifixión, ya no ha de seguir devanándose plácidamente el hilo con el que se entreteje el tapiz de la historia, hilado por los acontecimientos de los hombres, por la codicia de los poderosos, por el ímpetu arrasador de los imperios, pero también por las hebras dolorosas del llanto de los oprimidos, por el grito sofocado de los masacrados, por el sumiso y dolorido silencio de los postergados; esa historia se ha rasgado en dos, para que se manifieste con claridad la hebra que Dios ha venido también entretejiendo en esa historia, para que se manifieste que el Señor ha estado de verdad caminando por el sendero de los pobres y está ahora desangrándose en el patíbulo, víctima también él, como los miles de millones de hombres y mujeres anónimos que han sido y seguirán siendo triturados por las fauces del poder, ante los ojos impasibles y cómplices de otros tantos miles: la cruz no solo será el instrumento de tortura convertido en puerta de salvación, sino que será también el “Yo acuso” de Dios, ante el nuestro modo de entender el “orden de las cosas”.  

 

Que la muerte del Señor abre la puerta al Kairós definitivo, al tiempo de Dios que irrumpe en nuestro tiempo; por eso y antes de narrar la propia Resurrección de Jesucristo, que será relatada en el capítulo siguiente del Evangelio, la muerte de Jesús remonta al Evangelista al momento de la Resurrección final de todos los muertos, las tumbas se abrieron, los santos resucitados entraron en la Ciudad Santa, la del triunfo del plan de Dios para los hombres; junto al Velo del Templo se rasga el aún más tupido velo del Tiempo, y por la brecha abierta en cruz, el Evangelista vislumbra el fin de la historia, el sentido final de lo que está aconteciendo en la tarde de la víspera del Sábado, en la cima del Gólgota. 

 

El Señor muere en la cruz, su muerte estremece el cielo y la tierra, sacude la historia y la parte en dos; sobre la cruz de los condenados, el hombre que entrega por amor su último aliento y muere es Dios.      

 

Raúl Moris G. Pbro. 

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