Cada vez que rezamos el Padrenuestro, al terminar esta oración, pedimos confiadamente “no nos dejes caer en tentación, más líbranos del mal” reconociendo que la tentación y el mal son realidades presentes en nuestra vida y en nuestro mundo. Las últimas semanas recibimos a Leda en nuestra Diócesis y, semanas antes, algunos de ustedes me vieron en el programa “el día menos pensado” de TVN, realidades que pueden parecer disimiles pero que se unen en la búsqueda de Dios y del bien, enfrentando la tentación, el pecado y todo mal.
Como cristianos debemos reconocer la gracia de Dios en nuestra vida y es fundamental reconocer que la vida de la gracia va transfigurando la existencia de cada uno de nosotros. Sin embargo, la tentación busca alejarnos del tesoro de la gracia, privándonos de la vivencia en plenitud del amor de Dios, ya que al mal le molesta y rechaza la santidad de todo bautizado. Toda tentación implica miedo, sospecha y acusación y, de este modo, el mal busca deformar la obra de Dios, las relaciones con Él y las relaciones con los demás, incluso nuestra relación con la creación.
Recordemos que la tentación en sí no es buena ni mala, pero la decisión que tomemos respecto a ella es la que nos conduce hacia el mal (por tanto, no es mala si se le rechaza), “nos envenena con el odio, con la tristeza, con la envidia, con los vicios. Y así, mientras nosotros bajamos la guardia, él aprovecha para destruir nuestra vida, nuestras familias y nuestras comunidades, porque “como león rugiente busca a quién devorar (1 Pe, 5,8)”.
En el Evangelio leemos que «el Espíritu llevó a Jesús al desierto y en el desierto permaneció cuarenta días, tentado por Satanás… Después de recibir el bautismo de manos de Juan, Jesús se adentró en aquella soledad guiado por el mismo Espíritu Santo, que había venido sobre Él, consagrándole y revelándole como Hijo de Dios. En el desierto, lugar de la prueba, como muestra la experiencia del pueblo de Israel, aparece con vivo dramatismo la realidad de la kénosis, del vaciamiento de Cristo, que se despojó de la forma de Dios (cf. Flp 2, 6-7). Él, que no ha pecado ni puede pecar, se somete a la prueba y, por tanto, puede compadecerse de nuestra flaqueza (cf. Hb 4, 15). Se deja tentar por Satanás, el adversario, que desde el principio se ha opuesto al plan salvífico de Dios para la humanidad” (Benedicto XVI). Es así, como el mismo Señor nos enseña a enfrentar la tentación con las armas espirituales de la fe, la justicia y la verdad, con una vida de oración y cimentados en el Evangelio. El mismo Señor nos enseña que con el mal no se dialoga y que toda respuesta está dada y fundamentada en la Palabra de Dios, como nos lo recuerda insistentemente el Papa Francisco.
Pero, ¿a qué nos quiere llevar la tentación?, la respuesta es clara y evidente: a la división, al miedo, a romper el plan de Dios… Es por ello que la tentación es el peligro más grave y dañino porque se opone directamente al diseño salvífico de Dios y a la edificación del Reino. Satanás, oculta y silenciosamente, logra apoderarse en verdad del hombre, en lo que tiene de más íntimo y precioso, cuando él en un acto libre y personal se pone bajo su poder con el pecado. De esta manera, El Señor Jesús nos recuerda constantemente cual es el arma frente a la tentación: el escudo de la Palabra de Dios. Es por ello fundamental acercarse a ella, leerla, conocerla y discernirla ya que todos, de una manera u otra, vivimos cada día estas pruebas del desierto. Estemos atentos a todo aquello que nos lleve a caer en tentación descuidando, olvidando o rechazando nuestra relación de hijos con Dios y seamos como “María y con María, instrumentos de vida en las almas, que hoy mueren de frío y de hambre, pero que podrían volver a la casa del Padre, si se conmovieran con sus palabras, llevadas por su ejemplo (Pío XII)”.
Pbro. Alex Troncoso Hernández