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Queridos hermanos:

Nuestra celebración de la Cuaresma y de la Semana Santa de este año ha estado marcada por la terrible invasión militar de Rusia a Ucrania comenzada el 25 de febrero del presente año.

Al escribir estas líneas (29 de marzo) no es posible conocer el curso de los hechos futuros, pero si es posible hacer una breve reflexión sobre lo ya vivido.

 

Los fundamentos de la guerra 

Una vez más el horror de la guerra ha  caminado  sobre el desprecio de la verdad y de los Tratados Internaciones, sobre la violación de los más elementales Derechos Humanos, sobre la enorme e insensata destrucción de ciudades e instalaciones  civiles, sobre el desplazamiento y la separación de millones de familias, (con ya 4 millones de desplazados, entre ellos uno de cada dos niños ucranianos), y particularmente sobre la muerte de miles de jóvenes rusos y ucranianos, de los inocentes de siempre que son como las piezas de un ajedrez inmisericorde.

Sin duda esta guerra ha golpeado la conciencia civilizada de toda la humanidad.

 

La Consagración de Ucrania y de Rusia al Inmaculado Corazón de María

Ante la magnitud de la tragedia en desarrollo, el Papa Francisco convocó a la Iglesia Universal a acompañarlo en la Consagración al Inmaculado Corazón de María de los pueblos de Rusia y de Ucrania el día 25 de marzo.

Este acto está en sintonía a lo que la Virgen de Fátima había solicitado ya hace más de un siglo en sus apariciones a los 3 pastorcitos en el lejano 1917, en plena I Guerra Mundial.  (Cabe recordar que el Papa Pío XII ya lo había hecho, como también San Juan Pablo II en 1984, al año del atentado terrorista en su contra).

Una vez más la Iglesia recurre a la Madre de Dios en una noche tenebrosa de la historia para implorar su intercesión maternal, para que Ella nos alcance del Señor lo que nosotros no somos capaces de alcanzar por nuestro pecado y fragilidad.

 

Buscando las causas de la guerra

En la oración de Consagración el Papa Francisco ofrece varias reflexiones para comprender cómo se pueda llegar a estas situaciones que repugnan a la razón y a los valores en los cuales hemos construido la convivencia social mundial.

Dice así:

“Nosotros hemos perdido la senda de la paz. Hemos olvidado la lección de las tragedias del siglo pasado, el sacrificio de millones de caídos en las guerras mundiales. Hemos desatendido los compromisos asumidos como Comunidad de Naciones y estamos traicionando los sueños de paz de los pueblos y las esperanzas de los jóvenes.

Nos hemos enfermado de avidez, nos hemos encerrado en intereses nacionalistas, nos hemos dejado endurecer por la indiferencia y paralizar por el egoísmo.

Hemos preferido ignorar a Dios, convivir con nuestras falsedades, alimentar la agresividad, suprimir vidas y acumular armas, olvidándonos de que somos custodios de nuestro prójimo y de nuestra casa común. Hemos destrozado con la guerra el jardín de la tierra, hemos herido con el pecado el corazón de nuestro Padre, que nos quiere hermanos y hermanas.

Nos hemos vuelto indiferentes a todos y a todo, menos a nosotros mismos”. 

En definitiva, la última causa de esta situación es que “hemos preferido ignorar a Dios” y cuando esto ocurre la consecuencia ya la conocemos: nos hemos vuelto contra el hombre. Dios es el custodio último del hombre y cuando damos vuelta la espalda a sus leyes y enseñanzas, las consecuencias las paga su creatura, el hombre y la mujer, especialmente los más vulnerables, niños, ancianos, enfermos.

 

La guerra a la luz de Cristo muerto y resucitado

Para los creyentes en Dios la guerra nos cuestiona profundamente. Nos preguntamos ¿Dónde está Dios que permite este sufrimiento tan terrible de los inocentes?

Es la pregunta que acompaña a la Humanidad desde siempre.

Los creyentes no tenemos una respuesta fácil, simple. Sí tenemos una certeza. Dios no abandona nunca a sus hijos y no es indiferente al dolor humano. Por ello es que envió a su Hijo al mundo, y solo podemos decir que la respuesta está en Cristo crucificado, muerto y resucitado.

Él, el Hijo de Dios nacido de María, ha asumido en su propio cuerpo mortal el peso del pecado del mundo para destruirlo por el amor en la cruz. Él ha pagado con su sangre el precio de nuestro olvido de Dios, nos ha reconciliado con Dios y entre nosotros.

Él ha derribado el muro que nos separaba entre los hombres, divididos por enemistades y odiosidades. La primera y la última palabra de nuestra existencia la tiene Dios que es Amor, no el odio ni la muerte ni el sinsentido.

Celebrar la Semana Santa es celebrar que el poder de Dios misericordioso vencerá finalmente al mal, al odio, a la mentira y la venganza. Solo en Dios tenemos la esperanza de una vida verdadera y plena.

Oremos profundamente en estos días santos por la paz y la reconciliación entre los pueblos de la tierra.

Que la celebración de Cristo muerto y resucitado nos fortalezca en ser constructores de paz, de justicia, de proximidad, de cuidado de la creación y de cada creatura, para que “el dulce latido de la paz vuelva a marcar nuestras jornadas” y nuestras vidas.

Se lo pedimos insistentemente a la Madre de Dios, reina de la Paz.

+Tomislav Koljatic M.

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