Queridos hermanos y hermanas:
En este mes de mayo la Iglesia celebra Pentecostés, la fiesta del Espíritu Santo.
El Señor se lo había prometido a sus apóstoles antes de morir en la cruz y resucitar por nosotros diciéndoles: “Les conviene que Yo me vaya, para que así venga el Espíritu Santo a ustedes”.
Esta Promesa el Señor la cumple 50 días después de su Pascua de Resurrección en día de Pentecostés. (Hechos 2,1-13).
En ese momento todo cambió radicalmente para los discípulos, para la Iglesia y para el mundo. El Espíritu descendió como lenguas de fuego sobre estos hombres y mujeres reunidos en oración junto a María, la Madre de Jesús.
En ese instante sus mentes se abrieron para comprender el porqué de la muerte de Jesús “para que se cumplieran las Escrituras”.
Sus corazones atemorizados fueron fortalecidos por la fuerza que viene de lo alto para ser testigos de Cristo Resucitado. Sus vidas desorientadas fueron iluminadas y ya no hubo confusión sino claridad plena de lo que tenían que decir y hacer, incluso hasta el testimonio del martirio por el Señor.
A partir de Pentecostés comienza la historia de la Iglesia, comunidad de aquellos que creen en el Señor y son enviados para transformar el mundo por la verdad y el amor, para hacerlo más digno de Dios y de los hombres.
Nuestro hoy
De alguna manera también hoy nosotros los creyentes, como los apóstoles hace 2000 años, estamos atemorizados, confundidos, paralizados.
En los últimos meses hemos vivido en el país una escalada de situaciones muy complejas e incluso violentas, como la explosión social que está todavía tan lejos de resolverse, la pandemia del COVID con su secuela de muerte, agobio, cesantía, pobrezas, incertidumbres y soledad, especialmente en los adultos mayores, y de tantas actividades esenciales postergadas como la escuela, los matrimonios, nuestras eucaristías dominicales, entre otras.
Vivimos días de muchos conflictos sociales, odiosidades, desprecio de la opinión ajena, de su fama, de la verdad e incluso de la vida, tanta desconfianza entre nosotros, tantas dudas en nuestros corazones, de tantas incertidumbres y temores.
A esto se agrega la nueva Ley de eutanasia que es una amenaza latente para la vida de los más vulnerables, de los que el Papa llama los descartados de la sociedad, de aquellos que merecen mucho más de nosotros que la sola solución de la muerte violenta.
Me parece que justamente abrir el corazón para recibir el Espíritu Santo en Pentecostés es el camino que el Señor nos regala para enfrentar estos tiempos duros y complejos.
En la Biblia se nos dice que el Espíritu Santo, a quien no vemos con los ojos, lo podemos “ver” por sus obras en nosotros. Así, Jesús nos dice que es luz, es fuego, es agua viva, es amor.
Veamos qué significa esto para nuestra realidad.
Es luz que alumbra nuestras tinieblas. En tiempos de tanta confusión en la vida social, familiar y personal, en que a veces parece que ya no podemos distinguir entre la verdad de la mentira, entre lo que viene de Dios y lo que viene del mundo, en que cada cual piensa tener su verdad, subjetiva e intransable, desde la cual juzga muchas veces con dureza y hasta violencia a los demás, nos hace bien saber que es posible llegar a conocer la verdad que nos hace libres, una verdad que nos cura, que nos sana, que nos une y nos ilumina para saber qué pensar, qué decir y qué hacer.
Dice también la Escritura que el Espíritu Santo es fuego que doblega la dureza de nuestro corazón tantas veces endurecido por el pecado de nuestro individualismo, falta de fe y sobre todo de amor. El Espíritu es fuego que enciende otros fuegos, de valentía, de pasión, de audacia para vivir la fe personal y comunitaria, para salir al mundo con la fortaleza de su presencia para cambiarlo, para iluminarlo con los valores del Evangelio, para servir con alegría y humildad. Es el fuego de los santos que cambian el mundo con el amor.
También el Espíritu Santo es agua que sacia nuestra sed de Dios, de tener un sentido de vida por la cual valga la pena vivir. Es agua que riega, que hace crecer las semillas de bien, de bondad, de fe, de esperanza que ya están en nuestro corazón. Es el agua que hace fecunda la Palabra de Dios en el mundo. Vemos con tanta preocupación la sequía fruto del cambio climático en nuestra tierra campesina. ¡!Cuanto más nos debe preocupar la sequía del agua de Dios en nuestros corazones!!
El Espíritu Santo es sobre todo el Amor de Dios, derramado en nuestros corazones con prodigalidad divina. “Allí donde hay amor, allí Dios está” dirá San Pablo. Por eso el Espíritu Santo es la caridad puesta en acción, en la preocupación por el enfermo, el hambriento, el migrante, el preso, el que no conoce a Dios.
De alguna manera se podría resumir la obra del Espíritu en Pentecostés diciendo que regala a la Iglesia y al mundo la comunión.
La experiencia de Pentecostés la Iglesia siempre la ha leído desde el trasfondo del texto de Babel. Dice el Éxodo que ese pueblo se dijo: “Construyamos una torre que llegue hasta el cielo y hagámonos famosos. Y Dios castigo su soberbia con la confusión de las lenguas”. (Ex 11, 1-9).
Babel es el símbolo de un pueblo que quiere construir el mundo sin Dios. Esta soberbia rompe los lazos de unidad entre sus habitantes y de ahí la confusión de lenguas.
De alguna manera hoy estamos viviendo un poco esta experiencia de Babel en Chile. No nos entendemos. No somos capaces de ponernos en el lugar del otro. No nos escuchamos y nos descalificamos tan fácilmente que no podemos dialogar para encontrar caminos nuevos de justicia, de paz y de fraternidad.
Pidamos juntos con mucha fe al Señor que venga hoy su Espíritu sobre nosotros. ¡¡Ven Espíritu Santo, ven a hacer nuevas todas las cosas!!
Concluyo con esta hermosa oración al Espíritu Santo, para que la recemos en estos días en que tenemos que elegir aquellos hombres y mujeres que van a redactar la Nueva Constitución, para que esta sea la casa de todos, lugar de encuentro, de vida, de luz, de justicia y de paz.
O r a c i ó n
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre,
don, en tus dones espléndido,
luz que penetra las almas,
fuente del mayor consuelo,
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén
Les bendice
+Tomislav Koljatic M.
Obispo