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Evangelio 28 de junio 2020; Dgo. 13 del Tiempo Ordinario, c.A

 

Dijo Jesús a sus apóstoles: el que ama a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que haya encontrado la vida, la perderá y el que pierda su vida por mí la encontrará. (Mt 10, 37-42)

En griego, el idioma en que el Nuevo Testamento fue escrito, existen tres palabras para nombrar lo que nosotros solemos llamar simplemente “amor”: Eros, Philía, Agape. Con estas tres palabras, no se designan tres grados del amor, sino formas diferentes de la experiencia de amar. Si Eros designa el amor posesivo y excluyente, el Agape es expansivo e inclusivo, si la Philía, que podríamos también traducir por “gratitud”, es reactiva y agradecida, el Agape, el amor que nos vino a revelar Jesús, es proactivo y gratuito.

Agape es el amor con que ama quien quiere hacer entrega de si mismo al otro, no por satisfacer necesidad alguna de reconocimiento, ni por buscar respuesta a esa entrega; es el amor que se expande para que nadie quede fuera de su sombra protectora, es el que busca difundirse y fecunda todo aquello que es alcanzado por él; el Agape es sobreabundancia de amor que se desborda, inunda y colma todo lo que llega a envolver en su abrazo. Es el amor que mueve a Dios Padre a crear el mundo y al hombre sin otra razón que la de tener a alguien para que se goce en ese amor, es el amor del Hijo que se encarna para vivir con nosotros y abraza la cruz para morir por nosotros, para compartirnos Su vida.

El Evangelio de hoy nos sitúa en esta perspectiva, el verbo usado en los primeros versículos, referidos al amor vivido en la familia, remite a la Philía; el punto en cuestión no es como pareciera a primera vista un rechazo al natural vínculo que suponen los lazos familiares, sino una invitación a ensanchar las fronteras de nuestros afectos, abriéndonos al don del amor de Dios, acogiendo la invitación a amar desde el amor de Dios, en el amor de Dios, en y desde el Agape.

Los tiempos de crisis, como fue la época que le correspondió vivir al Evangelista, y como nos toca vivir también a nosotros hoy, son épocas en que el testimonio se hace imprescindible. Se estaba tratando de transformar el mundo de relaciones en las que las comunidades vivían naturalmente, para comenzar a vivir según la lógica del Reino anunciado por Cristo, pero esta empresa sólo es posible desde el momento en que abrimos las puertas a la posibilidad de que el Agape se viva entre nosotros.

En la misma línea el versículo siguiente referido a la cruz del discípulo, en una lectura ingenua, tenderíamos a pensar en la paciente resignación frente a los males que nos aquejan, Cuántas veces escuchamos expresiones como: “ésta es la cruz que me toca cargar”, expresión acompañada por el resignado bajar de brazos y cabeza, de quien se mira a si mismo como víctima de sus circunstancias, de su condición; la cruz a la que se refiere el Evangelio es radicalmente distinta: no es la cruz soportada, es la cruz abrazada, no es un mal inevitable, impuesto “por la vida”, sino la expresión más extrema del amor de quien se dona para que otros reciban vida. Desde el Eros o la Philía, la cruz no se entiende, o bien, se malentiende; es el Agape lo que llena de sentido el marchar decidido de Jesús hacia su cruz, para alcanzar con su abrazo la salvación de la humanidad entera,  es el Agape lo que llena de sentido la misión del apóstol, su entrega porque el Reino sea anunciado, porque la noticia sea difundida, gastándose la vida en ese empeño, jugándose la vida hasta incluso perderla, para encontrarla como Cristo despojado y desangrado por amor en la cruz.

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