Evangelio del 21 de junio 2020; Dgo. 12 del Tiempo Ordinario, c. A.
Jesús dijo a sus apóstoles: No teman a los hombres. No hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido. Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo a pleno día, y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde las azoteas. (Mt 10, 26-33)
“Misterio”, en sentido teológico, no es lo oculto, sino aquello que alguien –Dios- nos quiere revelar, aquello que no podríamos conocer sino en la medida de que se nos quiere comunicar, no es una noticia para descubrir, sino una noticia que puja por ser comunicada. En este ámbito debemos situar el Evangelio de hoy.
El otro parámetro lo dará el contexto en donde fueron por primera vez recordadas estas palabras. El evangelista Mateo está poniendo por escrito estas palabras que recuerda de labios de Jesús, para una comunidad que, sin duda, ya está sintiendo el peso que significa anunciar el Evangelio en medio de la persecución. A fines de la década del 70, luego del saqueo de Jerusalén y de la destrucción del Templo a manos de las tropas romanas, judeo-cristianos y judíos se han separado definitivamente; las persecuciones han comenzado a mediados de los 60.
En medio de este clima, muchas comunidades se van a ver enfrentadas a una difícil elección: mantenerse a buen resguardo, transmitiendo temerosa, sigilosamente, las enseñanzas que los apóstoles han recibido de Cristo, corriendo el riesgo de convertir el cristianismo en una especie de sociedad secreta, entendiendo la vida comunitaria como la vida en pequeños grupos de iniciados que comparten un secreto que sólo pueden saberlo unos pocos elegidos, -como de hecho ocurría en las muchas religiones mistéricas que desde oriente encantaban a los romanos ávidos de referentes sobrenaturales- o por el contrario, atreverse a anunciar el Evangelio a rostro descubierto, animarse a dar la cara por Cristo, asumiendo el riesgo de la incomprensión, de ser mirados con sospecha y hostilidad, de ser considerados enemigos.
Cuando recuerda las palabras del envío de Jesús a los apóstoles, la Comunidad Mateana ya tiene claro lo que hay que hacer, y ha hecho una opción: Ha llegado la hora de anunciar el Evangelio de Cristo, abiertamente y a la intemperie, -la imagen de la azotea es elocuente- ha llegado el tiempo del testimonio, que convierte al apóstol en audaz profeta y en decidido mártir.
El temor se estaba incubando en medio de estas gentes que habían recibido, con cuánto entusiasmo, con cuanta alegría el Evangelio de la misericordia de Dios viva entre nosotros; por eso el evangelista refuerza esta llamada al anuncio recordando que la hora de ser profetas ha llegado, que la misión está en manos del Padre, por eso los llama a no descuidar el anuncio del Misterio que quiere hacerse noticia explícita para la humanidad entera, recordándoles que el Padre cuida de aquellos a los que el Hijo envía, que la audacia del profeta no se verá defraudada por el cuidado que el Padre ha puesto en su tarea; que al único al que hay que de verdad temer es a Aquél que –agazapándose en lo oculto- medra en nuestros propios miedos, a Aquél que busca su beneficio en el quiebre de la unidad querida por Dios, y que se goza en ver como buscamos razones cada vez más eficaces para justificar nuestra desidia, nuestra paralizante cobardía, porque se opone desde el comienzo a toda acción que conduzca a la vida, y a la comunión; y no al Señor, porque la urgencia del anuncio compromete a Dios entero con la Iglesia que ha escogido para ponerla al descubierto y darse a conocer.