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Llegar a Ver lo que los Ojos no Pueden Ver…

26 de abril 2020; Dgo. 3ro de Pascua, c.A

El primer día de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. Él les dijo: «¿Qué comentaban por el camino?». Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera Él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que Él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a Él no lo vieron». Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, ¡cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?». Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». Él entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. (Lc 24, 13-35)

 

Para tener en cuenta… 

 

El hecho y el modo de la resurrección de Jesucristo es un tema que las primeras comunidades, que se reorganizaron a partir de la experiencia pascual, tuvieron que trabajar cuidadosamente; en primer lugar porque se estaba hablando del acontecimiento fundante de la nueva vida de la comunidad: la resurrección de Jesús es el nuevo punto de partida de este grupo de discípulos y apóstoles que ahora son Iglesia, y el contenido primero y primordial del anuncio que tiene que entregar al mundo; clave además del sentido de su quehacer y de comprensión de su propia identidad: en otras palabras, la existencia misma de la Iglesia y de su misión no se entiende sino a partir de este acontecimiento: la Resurrección. 

 

En segundo lugar, porque hablar de la Resurrección implica tratar de un hecho absolutamente inédito, de un acontecimiento que no cabe situarlo en el continuo de la historia –para la historia, el único hecho que consta es una tumba vacía- sino de un evento que irrumpe y rompe de forma absoluta la trama del tejido de la historia humana, porque la Resurrección de Cristo no es la reanimación de un cadáver (como lo había sido en los casos que nos transmiten los mismos Evangelios como milagros realizados por Jesús en el transcurso de su ministerio público, como la resurrección de Lázaro, la de la hija de Jairo, la del hijo de la Viuda de Naím); Jesucristo resucitado no ha vuelto a la vida ordinaria, como tampoco habrá ya de morir de nuevo, sino que su Resurrección lo sitúa en una dimensión completamente otra, completamente distinta de la nuestra: la eternidad; a la que ha ingresado, no obstante, con la misma identidad: el Resucitado es el mismo que ha sido crucificado, pero, al mismo tiempo, ya es otro: ha sido constituido Señor; la Encarnación se ha revelado en toda su tremenda plenitud, la humanidad ha sido asumida y ha sido ingresada al seno de la Trinidad para siempre; por eso –y en esto insisten todos los relatos de la Resurrección, tanto en los Evangelios como en San Pablo (cf 1Cor 15)- no será visto por todos, sino sólo por aquellos a los que Él quiere manifestarse, sólo por aquellos por los cuales Él se deja ver, los que a su vez sólo pueden ser capacitados para la visión del Resucitado- desde la experiencia de la Fe.

 

Porque la visión es tema fundamental en el Tercer Evangelio, que comienza en su prólogo declarando que va a dar a conocer de manera ordenada y en detalle los eventos que se han cumplido en relación a Jesús, y que ha conocido a partir de la palabra de los que han sido testigos oculares (autoptai: lit. los que han visto con sus propios ojos) de los hechos acontecidos. Por eso, el llegar a ver, la liberación del impedimento de la visión, la apertura de ojos y escrituras será el hilo conductor del relato que es ni más ni menos una catequesis acerca de la Resurrección y de la Eucaristía. 

 

La primera afirmación en relación al ver, está dado en el versículo 16: los ojos de los discípulos del camino sufren una violencia: están impedidos de ver y reconocer la identidad del Peregrino. No reconocen al Resucitado no porque tenga una apariencia distinta, o porque vaya de alguna manera disfrazado, no lo reconocen porque les sale al encuentro desde una dimensión para la cual los ojos naturales y la natural razón, sentidos y facultad bien hechos y perfectamente adecuados para interactuar en éste, nuestro mundo, y comprenderlo cabalmente, no bastan –y nunca serán suficientes por sí mismos- para rasgar el velo y penetrar en esta dimensión nueva del Misterio que está revelando el Resucitado.

 

Los discípulos vienen comentando la derrota, el viaje a Emaús es el gesto final con que se cierra de manera penosa el camino de exaltación que estos hombres han estado viviendo como Discípulos de Jesús: han vivido la esperanza, han estado en su presencia, han gustado de sus enseñanzas, han ido aprendiendo a recoger el desafío de sus palabras y acciones; pero esto ha acabado de modo brutal, las últimas palabras de Jesús: su último grito de dolor y entrega se ha disipado ya desde que fuera proferido en lo alto de la cruz; han pasado tres días, ya no hay lugar en el corazón de estos hombres más que para la desilusión, para intentar reconstruir entre los suyos, en la aldea adonde vuelven, la rutina gozosamente interrumpida por la primavera mesiánica, que les ha  alcanzado y que ahora se agosta en este amargo verano cuyo único fruto es el seco madero de la cruz. La pesadumbre, los proyectos extirpados por la fuerza bruta, la vergüenza, sin duda, de no haber estado allí, como las mujeres, al pie de la cruz, entorpecen, son la pesante carga que violenta los ojos de estos hombres, y les impide ver más allá de la sombría desilusión. 

 

No van a reconocer al Resucitado en el peregrino que los aborda en el camino, porque la Resurrección no tiene cabida en la lógica de este mundo que es el de ellos, que es el nuestro; no lo pueden reconocer desde ellos mismos, desde sus categorías, ni siquiera desde las ganas de que lo que ha acontecido no hubiese sucedido, para que este reconocimiento se lleve a cabo ha de ser el propio Señor quien intervenga: la capacidad de ver, de acoger y comprender la buena noticia de la Resurrección la va a posibilitar el mismo Señor a quienes Él quiera. 

 

Es por eso que la visión de los ángeles que las mujeres han tenido y que estos dos peregrinos refieren en el versículo 23, no va a ser todavía suficiente, ellas han recibido el testimonio celeste, pero siguen viendo la tumba vacía, como el resto; el proceso por el cual estos discípulos van a llegar a ver aquello que los ojos no ven, y a asomarse a una concepción nueva que transformará radicalmente su mirada de la realidad y renovará de manera definitiva su peregrinar en la esperanza, solo será puesto en marcha durante la marcha hacia Emaús, y comenzará con la apertura del sentido de las Escrituras, con la interpretación que realizará el Forastero, que a simple vista parece no haberse enterado de nada, no haber visto nada, no haber conocido nada, como con tristeza le reprocha Cleofás. 

 

El proceso por el cual la Resurrección irrumpirá triunfante en la esfera de compresión de estos hombres, será un proceso circular: de camino hacia Emmaús y hacia la fracción del pan en la mesa: la Eucaristía, como momento de reconocimiento rotundo de la Presencia del Señor; y desde la Eucaristía, en una contemplación conmemorativa, para caer en la cuenta de cómo ha acontecido el penetrar en esa nueva dimensión del ver, del reconocer y comprender. 

Las palabras del forastero, su manera de hacerse cargo del anuncio contenido en las Escrituras, van permeando la mente y el corazón de estos hombres abatidos; al punto de que al llegar a la aldea de destino no solo le ofrecen el alojamiento –cortesía, por cierto esperable de un hombre del pueblo de Israel que sabe que no hay deber más sagrado que el de la hospitalidad con el forastero- sino le ceden el puesto de presidencia de la mesa; será el Forastero quien realice la fracción del pan, honor que le corresponde al dueño de casa, ¿será acaso porque el Forastero ya ha cautivado el corazón de los caminantes, al revelarles un sentido nuevo de mirar su historia, alentando así su esperanza? 

 

El gesto de la Fracción del Pan será el decisivo, a tal punto que Lucas lo considera precisamente el gesto distintivo de la nueva comunidad, de la Comunidad Pascual, como lo relatará con insistencia en los Hechos de los Apóstoles; en la fracción del pan, en la Eucaristía, acontece el momento del reconocimiento, de la comprensión del sentido de lo que ha acontecido, pero también de lo que está aconteciendo en este primer día de la semana. Será el gesto que hará caer el velo de los ojos de los Discípulos, el que los introducirá en esta dimensión nueva del Ver, y que les permitirá también comprender que no otra cosa ha venido haciendo el Forastero con ellos desde que ha salido a su encuentro en el camino: un proceso de apertura; proceso que culminará por cierto, más allá del límite de este relato: en el v. 31, se alude a la apertura de los ojos de los Discípulos; en el 32, ellos ya son capaces de entender el proceso hermenéutico al que han sido invitados en el curso del camino como una apertura; en el v 45, ya de vuelta en Jerusalén y en el relato de la nueva aparición ahora delante del pleno de los Discípulos, la apertura será lo que propiciará el Señor en las mentes de todos ellos de manera de que puedan penetrar en una nueva inteligencia de las Escrituras.    

 

La nueva dimensión en la que estos hombres han sido introducidos por el Señor es la de la inteligencia de la fe, es la de la visión  de aquello que los ojos no pueden naturalmente ver: la Tumba Vacía ya no será más para ellos una ausencia, sino el signo poderoso de una presencia desbordante; en torno a la mesa de la casa de Emaús se habían sentado tres peregrinos, ahora solo hay dos, pero dos que han quedado desbordados, encendidos con la Presencia del Tercero, del Forastero, del Resucitado, que late y transfigura el pan partido en Pan de Vida y Salvación. 

 

Será la sola acción del Resucitado la que siempre estará acompañando a la Iglesia en este camino de comprensión nueva, en la senda hacia esta nueva dimensión en donde Él mismo la ha hecho ingresar: allí en donde es posible ver, acoger, reconocer y amar a Aquel que nos convoca para salvarnos, a Aquel al que confesamos como Señor, a Aquel que nos abre los ojos, para que podamos llegar a contemplar lo no alcanzan por si solos a ver. 

Raúl Moris G.; Pbro.

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