12 de abril 2020; Dgo. De Resurrección, c. A.
El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro; vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos. (Jn 20, 1-9)
Para tener en cuenta…
Cómo transmitir aquella experiencia que “ni ojo alguno vio, ni oído alguno escuchó” antes y que sin embargo comenzó a acontecer para la comunidad de discípulos que comenzaba a salir de su estupor esa mañana del primer día de la semana, después que el cuerpo lacerado, crucificado, de Jesús había sido puesto en el sepulcro.
Cómo convertir en relato la experiencia que comenzaron a vivir cuando la eternidad irrumpió en el continuo de la historia y cambió radicalmente las vidas de estos hombres y mujeres que descubrieron en el encuentro con el Resucitado -encuentro que delante de sus testigos reescribe para siempre las coordenadas del tiempo y del espacio, encuentro que acontece cuando el Señor lo quiere y ante quienes Él quiere- que todo cuanto Jesús les había anunciado acerca de su resurrección se estaba realizando delante de sus ojos; hombres y mujeres que en el encuentro con el Resucitado caen en la cuenta de que, cuando Jesús les había anunciado su Resurrección, no estaba hablando en metáforas.
El Evangelio de Juan, en el pasaje que estamos contemplando, intenta captar la memoria de los primeros momentos de esa noticia que, transformada en anuncio gozoso -en kerygma-, había comenzado a diseminarse por el mundo hacía ya más de 60 años; y para este propósito comienza siendo fiel a la estructura simbólica en torno de las figuras del día y de la noche que va a recorrer todo el relato del Discípulo Amado; es por eso que la escena situada ya en el día, que va a conocer el resplandor de la gloria del Resucitado, se inicia en el momento en que todavía no se disipa la oscuridad de la noche; es de madrugada, pero aún las tinieblas se empeñan en persistir; la noticia inaudita, que ha de ser anunciada todavía no encuentra mentes ni corazones que puedan comprenderla -como terminará diciendo el versículo final del pasaje-; la sombra, que aún se extiende entre el cielo y la tierra, es ícono de la confusión en que todavía están los discípulos, incluso aquellos que más ama Jesús, incluso aquella: la Magdalena, que como la novia del Cantar de los Cantares, sale cuando aún es de noche, en busca de su amado, se arriesga, mientras todos huyen asustados y ofuscados se esconden, aquella que ha permanecido en pie, testigo del dolor infinito, del amor infinito que se desangra en la cruz, testigo de la muerte de la esperanza, se apresura a ser testigo ahora de esta ausencia, que la vuelve a estremecer.
Corre la Magdalena al encuentro de los discípulos, corren los discípulos, la urgencia por ver, por saber, domina todo este fragmento del Evangelio, en esta prisa que se desata, juntamente con el amor está hablando el temor; son precisamente los más cercanos al corazón de Jesús, los que son escogidos para este primer testimonio: la Amada, el Amado, y Pedro, el que Jesús ha escogido para hacer cabeza de la comunidad que habrá de reorganizarse después de la Resurrección, para anunciar el misterio de la salvación a todos los pueblos.
Pero en ellos todavía impera la lógica aplastante de la brutalidad de los acontecimientos que han debido presenciar: la Magdalena y el Discípulo Amado, dando la cara, de pie al pie de la cruz; Pedro, por su parte, desde el ocultamiento y la vergüenza, de quien ha prometido irreflexivamente estar en todas -hasta la muerte incluso- con el Señor, pero que a la primera ocasión de mostrar su valía, se ha dejado seducir por la cobardía, que se ha alzado estridente desde su corazón, en el patio de la guardia.
Desde esa lógica, que ha sido impuesta por la violencia de los acontecimientos vividos desde la noche del prendimiento, lo que cabe esperar, en primera instancia, es más violencia: esperar que a los vejámenes que rodearon la muerte del Señor se sume este último: el robo del cadáver; porque es un cadáver lo que María esperaba encontrar para honrar a las primeras horas del día, haciendo lo que no habían podido hacer por causa del Sábado: ungirlo con perfumes y prepararlo para el funeral.
Sin embargo éste es el momento en que un modo nuevo de entender las cosas ha de comenzar a abrirse paso triunfante en la mente y el corazón de los Discípulos: la traducción del texto, empero, empaña la claridad del original: parece repetirse el verbo “ver” a lo largo del pasaje; pero hay una evolución en este “ver”, a medida que irrumpe la claridad de la verdad espléndida que los ha convocado para ser sus testigos.
Al comienzo, María mira la piedra removida del sepulcro, de la misma manera como mira el Discípulo Amado desde el exterior de la tumba, las vendas en el suelo, este “mirar” (que en griego se expresa con el verbo “Blepo”) se instala más acá de la experiencia de fe, se trata de la observación natural de un acontecimiento: miran la tumba con extrañeza, temor y estupor, el Discípulo y la Magdalena y sólo ven la ausencia del cuerpo, su mirada no se ha elevado más allá del acontecer ordinario, miran, como nosotros posamos la vista por las cosas que pasan a nuestro lado, miran en el marco de la cotidianeidad, desde y hacia ese horizonte.
Pedro, empero, a quien el Discípulo Amado, ha cedido el lugar, a pesar de llegar primero, en un reconocimiento del puesto que Él ocupa en la comunidad querida por Jesús, cuando entra a la tumba –espacio sagrado como no hay otro- ya no mira solamente las vendas en el suelo: ahora examina la escena, (en griego: “Theoreo”) estamos con este verbo entrando ya decididamente en el espacio del misterio; con este verbo se indica una manera distinta de mirar, un mirar reverente, atento; contemplando cada detalle, como si reconociera que ha ocurrido algo que escapa a la simple comprensión que nos permite movernos en el día a día.
El “ver” de verdad, no obstante, es lo que hace el Discípulo Amado, cuando por último entra éste a la tumba; Juan refuerza este Ver con el verbo Creer; el Discípulo “vio y creyó” (en griego “eiden kai episteusen”) en donde el segundo verbo, el creer, es el que posibilita que acontezca el primero: el Discípulo Amado, cuando se abre a la dimensión de la fe, cuando en su entendimiento se ensancha para dar un espacio de acogida a la revelación, es cuando realmente ve.
Donde primero, desde el mirar natural, sólo se trataba de la constatación de una ausencia: la tumba vacía, ahora el Discípulo es capaz de descubrir en ella el misterio de una presencia, aunque ésta todavía no se haga patentemente manifiesta.
El Discípulo Amado es el que ha dado primero el paso que el resto de la comunidad, comenzando por la Magdalena, darán una vez que el Resucitado se deje ver por ellos; el paso que disipó para siempre las penumbras en las que estaban sumidos, que desgarró la red del temor en la que estaban cogidos; que los volvió a poner de pie y los capacitó para ser testigos de que la muerte había sido vencida definitivamente por el amor, que en la historia humana había entrado la eternidad de Dios, para quedarse y transfigurarla, que la Iglesia tenía que levantarse y ponerse en marcha, para anunciar convencida y gozosa que Cristo ha resucitado.