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“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un Año de Gracia del Señor”. 

Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”. (Lc 4, 18-20)

En la Misa Crismal de este año 2025, pórtico de los santos días del Triduo Pascual, volveremos a escuchar con asombro y gozo este Evangelio, con el que Jesús, en la sinagoga de su aldea nutricia, da solemne comienzo a su ministerio y proclama su identidad y misión. Este año, en la solemne Eucaristía en la que los sacerdotes vuelven a renovar en torno a su pastor, el Obispo diocesano, las promesas de seguir al Señor Jesús, configurándose con Él en la Obediencia, en la Castidad vivida en celibato, y en la Pobreza, expresada en la sobriedad de vida y en la disponibilidad para compartir la vida de los pobres, este Evangelio, habrá de resonar con mayor fuerza, porque el Hoy, el Kairós del Año de Gracia del Señor, vuelve a encontrar cumplimiento en medio de nuestro tiempo.

  

Este año 2025 la Iglesia universal celebra el Jubileo de la Encarnación, bajo el signo del anuncio y del testimonio de la Esperanza. “Peregrinos de la Esperanza” es el lema que el Papa Francisco ha escogido para animar a la Iglesia universal durante las celebraciones de este año. 

 

Bajo este signo estamos llamados a caminar también nosotros, que en nuestra Diócesis sumamos a la alegría de celebrar los 2025 años transcurridos desde el acontecimiento de la Encarnación del Señor, la celebración del Jubileo de los cien años de peregrinar sembrando las semillas del Reino en las tierras del sur del Maule. 

 

La esperanza que estamos llamados a anunciar constituye siempre un desafío: todos los cristianos, por la consagración que hemos recibido en el bautismo, somos invitados a seguir las huellas de tantos hombres y mujeres de fe que, desde Abraham, quien contra spem in spe credidit  creyó en la Esperanza contra toda Esperanza, (Rom 4, 18), nos preceden y señalan la ruta que partiendo desde el testimonio de Jesucristo muerto y resucitado, Señor de la historia, nos conduce hacia el Padre. 

 

El año jubilar se erige ante nosotros como una ocasión para recordar con memoria agradecida  a aquellos que nos transmitieron este anuncio en medio de los vendavales de la historia: evangelizadores, misioneros, religiosas y religiosos, laicos y laicas que de ayer a hoy se empeñaron -y lo siguen haciendo- en ser consecuentes con la fe que han recibido, traduciéndola en acciones, personas de buena voluntad, que lo siguen proponiendo como don para la Iglesia entera. 

 

La práctica de la celebración del Jubileo, con su anuncio de esperanza, de remisión de los pecados, con la buena noticia de que el Señor puede re-crear nuestra vida cuando lo dejamos entrar en ella, comenzó en la Iglesia formalmente en el año 1300, para celebrar el acontecimiento de la Encarnación, del cumplimiento definitivo y singular de la promesa profética del Dios-con-nosotros hecho, de una vez y para siempre, uno de nosotros; revelándonos así el misterio del fin y propósito de la existencia humana. la noticia de que cada cierta cantidad de años, (cada 50 y luego, con el pasar del tiempo, y en la intención de que cada generación pudiera tener al menos una vez en la vida la oportunidad de vivir el Año de Gracia, cada 25 años.)

 

Si bien es cierto que en la práctica devocional de un Año Jubilar, los actos de piedad para alcanzar la Indulgencia  Plenaria: la peregrinación, el cruce por la puerta santa, la oración por las intenciones del Santo Padre, el Papa, la recitación del Credo, el sacramento de la Reconciliación y la celebración de la Santa Eucaristía, parecen ocupar lógicamente el centro de la atención, por tratarse -al menos los primeros- de actos de devoción extraordinarios, no debemos olvidar que el sentido pastoral profundo del Jubileo radica en el anuncio de que el Señor nos regala en cada Año de Gracia, justamente por la pura gratuidad de su amor, que no conoce límites, y que no espera que hagamos méritos para ganarnos su corazón, la oportunidad de recomenzar, de “resetear” nuestra experiencia de fe, de renovarnos como hijos, volviendo a prestar atención a la invitación, que recibimos el día de nuestro bautismo, a ser santos, y recomenzar ese caminar con el corazón aliviado, purificado y esponjado  por el perdón, dejando atrás, sin volver a reparar en ellos, el lastre de nuestros pecados, de las malas decisiones, el recuerdo de los momentos en que tropezamos o nos desviamos de la ruta, los rencores y resentimientos que acumulados, nos dificultan ir construyendo junto a otros el caminar. 

 

Es la oportunidad, que nos regala una vez más el Señor, de volver a sanear y re-anudar, los vínculos que en nuestra vida de cristianos vamos entrelazando solidariamente con aquellos que peregrinan junto a nosotros, por tanto de revisar el modo como hemos configurado nuestros espacios relacionales,  el buen trato con el que nos debemos acoger unos a otros, porque en esta marcha en que vamos preparando y aguardando anhelantes el advenimiento definitivo del Reino, alegría plena, de la cual el Jubileo es esperanzada proclamación, estamos todos implicados, todo el santo pueblo de Dios convocado a manifestar la humanidad plena que el Señor hizo santa en su Encarnación. 

 

Aceptemos la invitación que el Papa Francisco nos hizo en las palabras finales de la Bula Spes non confundit, a través de la cual nos convoca a vivir con fruto a este Año Jubilar, y celebremos así con renovada esperanza este año 2025 de la Encarnación del Señor, y centésimo desde que nuestra diócesis inició su peregrinar.    

 

El Jubileo, por tanto, será un Año Santo caracterizado por la esperanza que no declina, la esperanza en Dios. Que nos ayude también a recuperar la confianza necesaria —tanto en la Iglesia como en la sociedad— en los vínculos interpersonales, en las relaciones internacionales, en la promoción de la dignidad de toda persona y en el respeto de la creación. Que el testimonio creyente pueda ser en el mundo levadura de genuina esperanza, anuncio de cielos nuevos y tierra nueva, donde habite la justicia y la concordia entre los pueblos, orientados hacia el cumplimiento de la promesa del Señor.

Dejémonos atraer desde ahora por la esperanza y permitamos que a través de nosotros sea contagiosa para cuantos la desean. Que nuestra vida pueda decirles: «Espera en el Señor y sé fuerte; ten valor y espera en el Señor» (Sal 27,14). Que la fuerza de esa esperanza pueda colmar nuestro presente en la espera confiada de la venida de Nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la alabanza y la gloria ahora y por los siglos futuros. (SpnC 25)

Pbro. Raúl Moris Gajardo

Formación Permanente

 

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