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Queridos hermanos:

Este 11 de septiembre se cumplen 50 años del Golpe de Estado. A pesar de que han pasado ya 2 generaciones, las heridas de ese acontecimiento tan trágico y dramático no terminan de cerrarse en el alma de Chile.

En estas décadas, especialmente después del retorno a la democracia, nuestra sociedad ha dado importantes pasos en la búsqueda de la verdad y de la justicia, y en la reparación simbólica y material de las víctimas que sufrieron abusos, atropellos, torturas, exilio y muerte.

En esta línea, dolorosamente todavía queda camino por recorrer, especialmente en saber el paradero de los detenidos desaparecidos, tarea aún inconclusa y que no puede ni debe prolongarse por más tiempo.

En estos años se han modificado leyes, se han implementado programas preventivos, se ha tomado más conciencia del valor de la dignidad de cada persona humana, de sus derechos y deberes, del valor absoluto de cada persona humana, a la que siempre y en cualquier circunstancia debemos respetar y promover.

Nadie puede negar que hemos hecho un esfuerzo sostenido y sistemático para avanzar en lograr esos aprendizajes que nos permitan de verdad no tropezar en la misma piedra en el futuro.

Sin embargo, vemos con preocupación que estos pasos no han sido suficientes y persisten esta división que daña nuestra convivencia y no nos deja vivir en paz.

Vemos en estos últimos meses que en el debate público nos hemos quedado en la rencilla, en la agresión, en la descalificación, en la ventaja pequeña, en las palabras odiosas, en el enfrentamiento de posiciones intransables.

Constatamos con preocupación y tristeza que no hemos sido capaces de mirarnos a los ojos para reconocer y ponerle un nombre a esos nuestros pecados y delitos, para aceptar la verdad que duele pero que nos hace libres, para avanzar en una más plena reconciliación basado en la justicia, pero también en el perdón y la reconciliación.

No se trata de negar los hechos ocurridos o de un olvido unilateral. Se trata de asumir nuestra historia, nuestros errores y odiosidades, nuestra intransigencia y descalificaciones, nuestras pasiones descontroladas y ceguera ideológica.

Debemos ser capaces de mirar con serenidad, desde la verdad y sin ideologías, nuestra historia, nuestro pasado, para verlo desde la mirada de Dios, es decir, salvando lo verdadero, lo bueno, lo justo, y purificando aquello que está manchado por el pecado, el odio, la mentira, el mal.

Se trata en definitiva que nuestro pasado no nos condene a una convivencia odiosa y sin futuro. Se trata de que podamos dejar de mirar al pasado y empezar a mirar hacia el futuro con una esperanza compartida.

Nosotros como cristianos, insertos en esta historia marcada por el pecado propio y ajeno, somos también responsables de aportar desde nuestra mirada y experiencia de fe a la construcción de la convivencia social.

El Concilio Vaticano II dirá que “nada de lo humano nos es ajeno”. Y esto por que Dios se ha hecho carne, ha entrado en esta historia nuestra para iluminarla, sanarla y salvarla del odio, el pecado y la muerte.

Es por ello que la Iglesia ha estado siempre cercana para acompañar esta historia de dolor, para estar cerca de los perseguidos y los más vulnerables, para trabajar por la justicia, la paz y la reconciliación.

 

Hoy también la Iglesia tiene una palabra que decir.

Los obispos de Chile hemos entregado una importante declaración el 27 de julio (“Dichosos los que trabajan por la paz”) en la cual entregamos pistas para la reflexión y acción. Está publicada en la Buena Nueva de agosto.

En ella se nos invita a todos a “un compromiso más decidido con la unidad, la paz y el bien común, siguiendo las enseñanzas de Jesús: “Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5, 9).

Me parece que estos días de septiembre, dedicados a la oración por Chile de la mano de la Virgen del Carmen, son un tiempo propicio para que cada uno de nosotros reflexione personalmente, en familia y en comunidad, cual es mi deber y aporte para avanzar en alcanzar estas metas de un reencuentro como hermanos que podamos mirar juntos el presente en la búsqueda de un futuro mejor para nuestros hijos, sin odios, sin divisiones, sin revanchismos.

Y esto porque como ya lo dice Jesús, “todo reino dividido va a la ruina” Mt 12,25. Me parece que esto lo vemos en cierta manera en nuestra convivencia actual. No podemos ponernos de acuerdo, no podemos avanzar, no podemos solucionar juntos nuestros graves problemas sociales y económicos, especialmente los de los más pobres.

Es cierto que esto, tal vez, no es posible sin la luz y la gracia del Señor.

Estamos convencidos que la reconciliación definitiva solo es posible desde la fe en el Señor Jesús muerto y resucitado por nosotros. Ya lo dice San Pablo en Efesios 2,14: “Porque Cristo es nuestra paz, el que de los dos pueblos ha hecho uno solo, destruyendo en su propia carne el muro, el odio, que los separaba”.

En este tiempo les invito entonces a detenernos y preguntarnos ¿Qué haría Cristo en mi lugar? ¿Qué puedo aportar a Chile para el reencuentro, la reconciliación, la paz social?

Para terminar, podemos recordar que este esfuerzo de reconciliación es posible.

Los países de Europa que sufrieron los horrores de la II Guerra Mundial, con su secuela de 50 millones de muertos, fueron capaces de asumir sus heridas y velar por el bien de sus pueblos.

Así, solo 12 años después del término del Conflicto, se instituyó la Comunidad Económica Europea (CEE) y 35 años después, en el 1993, se instituyó la Unión Europea. Desde entonces no ha habido guerras en sus territorios y sus países miembros viven en cooperación, paz y progreso.

Que la Virgen del Carmen, luz en los momentos de angustias y oscuridad, nos guíe para alcanzar esa paz social y fraternidad que nos permita dar a cada uno lo que le corresponde en respeto, serenidad y prosperidad.

Les saluda y bendice,

+Tomislav Koljatic M.

Obispo

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