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Hemos celebrado recientemente la solemnidad de la Santísima Trinidad. Un misterio que siempre nos es difícil comprender pero que, aun así, algo podemos conocer, especialmente si lo miramos desde el punto de vista de la misión. De hecho, la misión de la Iglesia encuentra en la Trinidad su fundamento teológico más profundo.
Como hemos recordado en este mismo espacio, la misión tiene su origen en el amor de Dios Padre. Amor a su Hijo en el Espíritu, pero también, amor a la humanidad entera. Por amor Dios sale para encontrarse con la humanidad, para establecer con los hombres y mujeres una relación entre un Padre amoroso y sus hijos e hijas amadas por Él. Por amor, Dios ha creado el mundo, llamando a la creación a vivir en comunión con Él. Esta era la fe que el pueblo de Israel tenía, cuando al relatar su
propia visión de la creación del mundo, expresaba que el ser humano vivía en esa armonía con Dios. Por amor, Dios escuchó el clamor de su pueblo esclavizado en Egipto y lo condujo a la libertad y a la tierra prometida.

Solo un «Dios amor» es capaz de escuchar el clamor de su pueblo de sufre la opresión y comprometerse con ellos. En este sentido, podemos decir que, en el A.T., el misionero es Dios mismo, es quien se mueve hacia la humanidad, es un «Dios en salida», que busca interactuar con su pueblo elegido.
La segunda persona de la Trinidad, el Hijo, es el gran Misionero del Padre. Jesús tiene clara consciencia de ser el «enviado» del Padre y así lo expresó desde su niñez, cuando se pierde en el templo:«¿por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lucas 2,49), hasta el momento que asciende al cielo y envía a sus discípulos: «Como el Padre me envió, también yo los envío» (Jn. 20, 21). Jesús tiene claro que su misión es anunciar la Buena Noticia a los pobres (Lc 4, 18) y conducir al Padre a quienes el mismo Padre le ha encomendado (Jn 17, 1-26). Desde esta fidelidad a su misión, podemos comprender el sentido de su muerte en la Cruz. Fue en cumplimiento de su misión que entregó su vida por la humanidad.
Finalmente, la misión encuentra su fuerza en la acción del Espíritu. La misma misión de Jesús se inicia con su asistencia: «el Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc. 4,18), y del mismo modo, la misión de la Iglesia naciente se lleva adelante con el soplo del Santo Espíritu sobre los apóstoles (Jn. 20, 22). Su acción la vemos en la fuerza misionera que surge después del acontecimiento de Pentecostés, donde los apóstoles comenzarán a predicar a Cristo resucitado a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén (Lc 24,47) hasta los confines de la tierra. Sin la fuerza del Espíritu, verdadero protagonista de la misión, los cristianos y cristianas difícil- mente podríamos anunciar el Reino de Dios en nuestro tiempo. Cuando como comunidades cristianas nos hemos olvidado del Espíritu es cuando más nos hemos aleja- do de la misión que tenemos en el mundo. La apertura a la acción del Espíritu siempre es signo de vitalidad misionera, como también lo contrario, cerrarse a su acción es encerrarse en sí mismos y dejar de ser una verdadera Iglesia en salida.
Padre, Hijo y Espíritu Santo, es como hemos visto, un misterio no sólo de comunión entre las tres personas divinas, sino también un misterio que se abre a la misión.

Pbro. Ronald Flores. Redentorista

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