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El Bienestar Psicoespiritual de los Adultos Mayores en el contexto de la pandemia actual

Los ancianos aspiran a vivir sus años de vejez en su propia casa, con su familia, en hogares de ancianos o residencias. Se trata de la aspiración personal más elemental, la más sagrada y la más digna de respeto. Por eso nada se entiende más digno que centrarse en la perspectiva de facilitar una vida correcta y confortable para las personas mayores. Pues su vida cursada a lo largo de los años comprende la entrega total y absoluta a los suyos cuando pudieron hacerlo, comprende en sus años de ancianidad el derecho a disfrutar de la entrega de los suyos cuando apenas tienen nada que entregar.  

“Mamá, no puedes salir a comprar”, “Papá, no puedes ir al centro”, “No podemos ir a ver a los abuelos, hagamos una videollamada” …

Estas expresiones deben ser de las frases más pronunciadas y escuchadas en esta pandemia, desde que se declaró a los adultos mayores y ancianos como el grupo de más alto riesgo, con la tasa más alta de muerte por Covid-19 en el mundo.

La experiencia que los ancianos pueden aportar al proceso de humanización de nuestra sociedad y de nuestra cultura es más preciosa que nunca, y les ha de ser solicitada, valorizando aquellos que podríamos definir los carismas propios de la vejez.

Carismas propios de la Vejez

  • La gratuidad. La cultura dominante calcula el valor de nuestras acciones según los parámetros de una eficiencia que ignora la dimensión de la gratuidad. El anciano, que vive el tiempo de la disponibilidad, puede hacer caer en la cuenta a una sociedad “demasiado ocupada” la necesidad de romper con una indiferencia que disminuye, desalienta y detiene los impulsos altruistas
  • La memoria. Las generaciones más jóvenes van perdiendo el sentido de la historia y, con éste, la propia identidad. Una sociedad que minimiza el sentido de la historia elude la tarea de la formación de los jóvenes. Una sociedad que ignora el pasado corre el riesgo de repetir más fácilmente los errores de ese pasado. La caída del sentido histórico puede imputarse también a un sistema de vida que ha alejado y aislado a los ancianos, poniendo obstáculos al diálogo entre las generaciones.
  • La Experiencia. Vivimos, hoy, en un mundo en el que las respuestas de la ciencia y de la técnica parecen haber reemplazado la utilidad de la experiencia de vida acumulada por los ancianos a lo largo de toda la existencia. Esa especie de barrera cultural no debe desanimar a las personas de la tercera y de la cuarta edad, porque ellas tienen muchas cosas que decir a las nuevas generaciones y muchas cosas que compartir con ellas
  • La Interdependencia. Nadie puede vivir solo; sin embargo, el individualismo y protagonismo extrovertido ocultan esta verdad. Los ancianos, en su búsqueda de compañía, protestan contra una sociedad en la que los más débiles se dejan con frecuencia abandonados a sí mismos, llamando así la atención acerca de la naturaleza social del hombre y la necesidad de restablecer la red de relaciones interpersonales y sociales.
  • Una visión más completa de la vida. Nuestra vida está dominada por los afanes, la agitación y, no raramente, por las neurosis; es una vida desordenada, que olvida los interrogantes fundamentales sobre la vocación, la dignidad y el destino del hombre. 
  • La tercera edad es, además, la edad de la sencillez, de la contemplación. Los valores afectivos, morales y religiosos que viven los ancianos constituyen un recurso indispensable para el equilibrio de las sociedades, de las familias, de las personas. 
  • Van del sentido de responsabilidad a la amistad, a la no-búsqueda del poder, a la prudencia en los juicios, a la paciencia, a la sabiduría; de la interioridad, al respeto de la Creación, a la edificación de la paz. El anciano capta muy bien la superioridad del “ser” respecto al “hacer” y al “tener”. Las sociedades humanas serán mejores si saben aprovechar los carismas de la vejez.

En nuestros adultos mayores y ancianos en la etapa de la vejez, y especialmente en el contexto de pandemia con los efectos de los prolongados tiempos de cuarentena obligatoria con cumplimientos estrictos, no podemos descuidar las necesidades espirituales de las cuales tenemos que poner especial énfasis, preocupación y resignificación.

 

Orientaciones para quien acompaña a personas adultas mayores o ancianos

en su vejez y/o enfermedad

El desafío de hacer un acompañamiento a nuestros ancianos al estilo de Jesús y acompañante, como el Buen Samaritano en el propio hogar y familia. 

Si El COVID-19 nos ha recordado nuestra fragilidad, el cuerpo contagiado, en toda su materialidad, también nos ha obligado a reconfigurar los lazos y a «velar» por el otro, sin malentendidos. Pero sobre todo a hacer como Dios: a tener «compasión», cum patior, cuando – pasando al lado de alguien – este es golpeado y herido. Porque nadie en su sufrimiento es nunca un extraño para nosotros.  

“La gloria de los jóvenes es su vigor, la dignidad de los ancianos son sus canas» (Prov. 20, 29). «Corona de los ancianos es la mucha experiencia» (Ec 25, 6-8).

 

Empezaremos diciendo que no esperamos encontrar personas perfectas para llevar a cabo este acompañamiento. Pero sí pensamos que se requieren de algunas cualidades lo más adecuadas posibles que favorezcan la relación de ayuda, y que dentro de cada familia pueden existir, es un trabajo tan complicado y delicado, merece nuestra mejor actuación.  Por eso proponemos este perfil, que pensamos se adapta bien, y que es descrito por J. García Férez

    • Debe ser una persona profundamente humana: amable, acogedora, comprensiva, generosa y solidaria. Cualidades que le hagan ser testigo y no maestro, hermano y no jefe.
    • Debe conocerse a sí mismo con su vertiente negativa y positiva, y lo mismo al anciano enfermo. Debe tener capacidad para trabajar en equipo y crear estilo comunitario. Hay que recordar que en el mundo del anciano enfermo circulan distintas personas: familiares, amigos, profesionales sanitarios, e incluso otros enfermos, etc.
    • Se requiere capacidad de empatía para comprender la situación y estado de ánimo del anciano. Evitar proyectar o introyectar los propios sentimientos y necesidades personales.
    • Evitar el complejo de mesianismo y querer resolverle toda la vida a la persona, evitando su crecimiento y tratando de suplirle en sus decisiones. Hay que acompañar como amigo. No somos mejores porque carguemos con todo el peso de los cuidados. El saber compartir y hacer partícipe a toda la familia de la atención al anciano enfermo es una buena señal de nuestra salud mental y de que no nos consideramos omnipotente
    • Debe ser una persona llena de gratuidad. El ir de cirineo forzoso por la vida no suele generar salud, paz ni vida. El que busca alguna recompensa, aunque sea sólo reconocimiento, está equivocando el camino.  
    • Saber respetar el misterio personal del anciano enfermo. Cada ser humano somos un misterio y esto hace que cada enfermo, desde su realidad humana y espiritual, se enfrente de manera distinta a su enfermedad y sufrimiento
    • Deben ser, ante todo, personas comprensivas y compasivas. La comprensión es saber sintonizar con el otro, compadecer es padecer con el otro, es intentar ver las cosas como el enfermo las ve, sentirlas como él las siente. No significa estar de acuerdo, es, sobre todo, entender, sentir con, compartir.
  • Debe ser humilde y reconocer la propia limitación. No olvidar que acompañar es «hacerse cargo» de la experiencia ajena, dar hospedaje en uno mismo al sufrimiento del otro, así como disponerse a recorrer el incierto camino de cada persona, confiando en que nuestra compañía ayude a superar la soledad, genere comunión y salud de manera integral. El éxito del cuidado no se debe poner en la curación, sino en conseguir que la persona sea capaz de integrar su dolencia, que aumente su calidad de vida, es decir, posibilitar que, dentro de sus propias limitaciones, sea capaz de integrar toda su situación para conseguir una cierta armonía consigo mismo y con el entorno.
  • La Hospitalidad: el que hospeda, el que acoge acompañando, ha de sentirse cómodo en su propia casa, es decir, ha de encontrarse bien consigo mismo, sin miedo y con cierta paz espiritual. Para ello, el acompañante o familiar a cargo va a necesitar hacer trabajo personal previo sobre su propia vida espiritual.
  • El acompañante ha creado un vínculo basado en la confianza, así como la presencia y la atención activas. Se trata de no huir de las preguntas y de las ansiedades y miedos que hay detrás. Se trata de conjugar el verbo estar, de saber estar presentes como testimonio silencioso de su dolor y de su proceso.
  • La escucha activa. Supone el desarrollo de las distintas estrategias de escucha activa. Pero sobre todo el saber escuchar. 
  • La compasión precisa de la empatía, que nos permite percibir y entender la necesidad en el otro; requiere además el deseo de ayudar y aliviar el sufrimiento del otro; a veces el coraje de acercarse al mundo interior tempestuoso del que sufre; y siempre la acción orientada a mejorar la situación del que es visto como alguien cercano. La compasión conlleva compromiso, intencionalidad, en este caso es afrontar las contradicciones y el miedo del que sufre. Su antónimo es la crueldad, que también tiene la intención, pero, en este caso, de destruir a la persona.

Pbro. José Prado Tolosa. Párroco de Panimávida

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