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20 de septiembre 2020; Dgo. XXV del Tiempo Ordinario, c. A.

…El propietario respondió a uno de ellos: “Amigo, no soy injusto contigo, ¿acaso no habíamos tratado en un denario? Toma lo que es tuyo y vete. Quiero dar a éste que llega último lo mismo que a ti. ¿O no tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?”. Así, los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos». (Mt 19,30—20, 16)

Dejémoslo de una vez claro: a Dios no se lo gana, no se lo compra con sacrificios y privaciones. No hay que hacer mérito para que Él se dé cuenta que nosotros estamos aquí necesitados de su atención, de Su Presencia, no hay que hacer esfuerzos inhumanos para saltar en la fila, de manera que Él logre vernos, para que Él se fije en nuestra pequeñez, porque lo que se nos viene a anunciar como buena noticia es la absoluta prioridad y primacía de la gracia en nuestra historia de salvación.

Cuando caemos en la cuenta de que en nuestro horizonte, en nuestro campo visual aparece el Señor, es porque Él ha salido ya temprano a buscarnos: los trabajadores de la viña, no estaban agolpados a sus puertas para trabajar en ella, no llevaban cartas de recomendación, ni un abultado curriculum para concursar por el favor del dueño, no estaban luchando por destacarse para ganar así la atención del que los va a contratar; es Él, quien ha salido a su encuentro, es Él, quien de temprano se ha dirigido al lugar donde ellos estaban, para ir por ellos, es Él, quien vuelve a salir una y otra vez a lo largo del día, quien se acerca a la plaza y los interpela, quien está preocupado de los que están sin trabajo, es Él, quien toma la iniciativa en toda la jornada relatada en la parábola: quien contrata, quien fija el salario, quien insiste en buscar nuevos obreros, quien los envía, quien llama al mayordomo al concluir el día. Los trabajadores no habrían sabido siquiera de la existencia de la viña, si Él no hubiera salido a anunciar que necesitaba obreros, estarían todavía en la plaza viendo como las sombras se alargan, perplejos mientras lentas transcurren las horas.

Sin embargo, esta irrupción de la gracia en nuestra historia viene siempre a remecer nuestros criterios, nos obliga siempre a la oportuna revisión porque ocurre justamente que, cuando más próximos nos sentimos a las cosas de Dios, es cuando nos empezamos a considerar tan cercanos, tan familiares, que empezamos a reprochar al Señor que Él no se comporte ni actúe según nuestros exactos parámetros; es lo que les sucede a los primeros trabajadores. 

El verbo que emplea Mateo para referirse al sordo reclamo de los primeros obreros va a ser el mismo con que en varias pasajes de su Evangelio (y lo mismo hacen los otros dos sinópticos) retratará el modo con que los fariseos se rebelan contra las acciones y palabras de Jesús: en griego el verbo es gonguizo, en español tenemos uno que lo traduce con bastante precisión: rezongar; no es una abierta protesta la que inician los trabajadores, no es un decir las cosas de frente, expuestos, que muestre con claridad la perplejidad, la indignación, la incomprensión que se siente, para que pueda el otro hacerse cargo de ella, sino ese murmurar entre dientes, diagonal, oblicuo, tan oblicuo como la mirada soslayada, que le lanzan los trabajadores al Dueño de la Viña, sin pedir abiertamente explicación, mirada torva, envidiosa, resentida. 

Un rezongo y una mirada que no permiten a quien los emite la posibilidad de llegar a imaginar siquiera que no hay injusticia en el trato del Dueño de la Viña: injusticia habría en el defecto: si hubiesen convenido en un salario y luego les hubiera regateado o arbitrariamente postergado el sueldo, o les hubiese intentado pagar de menos; pero dar el mismo salario a todos, a los primeros, como a los últimos, entra ya en otra categoría: en la del desborde gratuito de la gracia, en el del amor que generosamente y a manos llenas se quiere prodigar rompiendo con generosa gratuidad el molde de la justicia, sin ser injusto con nadie, sin dar a ninguno de menos.

 

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